A través de la ventanilla, Jimena ve correr las casas
en paralelo a las vías. Recuerda la discusión de esa mañana; prácticamente de
nuevo se oye decir:
—Lo único que te interesa está entre las paredes de
este estudio, mamá. Fuera de las cámaras y los aplausos, para vos no existe
nada.
Atándose el corsé, su madre le había dicho:
—No tengo que darte explicaciones, Jimena, ni pedirte
disculpas por mi profesión, ¿okey?
—¡Okey! Sólo que me resulta patético que te pases la
vida viviendo historias de gente irreal, olvidando que tenés una hija en el
mundo real. Claro, cómo ibas a darte por enterada. Ni siquiera me pariste.
Y su madre, pintarrajeándose los labios, le había
dicho:
—Qué ingrata sos.
—¿Ingrata? ¿Qué debo agradecerte? ¿Qué hayas donado una
célula de tu cuerpo en un laboratorio? Si supieras cuántas veces me pregunto
cómo me habría criado la portadora. La
portadora, como te gusta llamarla.
Y un asistente, sin proponérselo, había zanjado la
discusión asomándose a la puerta del camarín.
—Zulma —dijo—, el dire te quiere en el set ahora mismo.
Y su madre, disfrazada de puta siglo diecinueve, la
había dejado —una vez más— sola con sus lágrimas, sus uñas comidas, su vacío en
la boca del estómago.
La portadora, piensa Jimena. Así nomás. Como si no
tuviera nombre. Como si esa mujer, hacía dieciocho años, hubiera albergado en
su vientre un virus en lugar de a una persona. Hasta tenía gracia: el virus
Jimena.
Se esfuerza por no pegar un puñetazo contra la
ventanilla. El tipo del asiento de enfrente se habrá dado cuenta de su
angustia: la mira inquieto.
El tren llega a la estación. Ya en la vereda, Jimena
camina con una pregunta recurrente en la cabeza: ¿Qué sentiste al entregarme?
—Y qué sentí yo —dice en voz alta.
Ella siempre había soñado con conocer a su madre de
alquiler, decirle: “Nunca dejé de pensar en vos. Gracias por permitirme vivir.
Gracias por parirme”. Decirle… tantas cosas. Cosas que ahora, por fin, le dirá.
Se detiene frente a un puesto de flores. Los gladiolos
son bonitos. Elige el mejor ramo, le paga al florista y sigue caminando.
Después, sube las escaleras del cementerio.