Finalista en el III Certamen e-DitARX de Relatos Breves de Ficción Histórica, "Kalfunao" fue publicado en el libro Relatos de un viejo reloj roto.

Relatos de un viejo reloj roto

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Kalfunao

Augusto Celman había convertido el salón de tertulias de su residencia en un floreciente museo de ciencias naturales. Su colección distaba mucho todavía de competir con la de Estanislao Zeballos o la de Francisco Pascasio Moreno, pero la exhibía con orgullo a sus amigos científicos, intelectuales y a cuanto aristocrático visitante recibiera.
Las piezas que había reunido hasta el momento no eran producto de exploraciones propias —que traspiraran otros bajo el despiadado sol de las pampas—, sino el resultado de generosas recompensas otorgadas a ciertos comandantes que le traían souvenirs de sus expediciones: piedras exóticas de la Patagonia, elementos de manufactura indígena como puntas de lanza, puñales, fajas, matras, adornos femeninos, y sus artículos favoritos: cráneos araucanos.
La campaña del Desierto le había provisto, no obstante, algo más que un puñado de curiosidades inertes. Kalfunao, por ejemplo.
En la última repartición de indígenas, Kalfunao había sido separado de su esposa y sus hijos para ser entregado a Celman en calidad de sirviente. Ese bravo araucano, miembro de una de las tribus más poderosas de Salinas Grandes, fue a parar a una casa donde los perros recibían mejor trato que él.
El desprecio de su amo huinka no era la peor mortificación que Kalfunao debía soportar. Casi se descomponía del miedo cada vez que le tocaba limpiar el salón de las calaveras, al sacarle brillo a las vitrinas donde le sonreían las cabezas descarnadas de sus peñis.
Huesha huinka —mascullaba con rabia—. Tiene el maligno huekúfu metido en el cuerpo.


Una mañana, Kalfunao pasó frente al escritorio y vio a Celman sentado ante el bufete de caoba, la frente apoyada en una mano, escribiendo en un cuaderno. Tan concentrado estaba que no notó su presencia.
Más tarde, Kalfunao volvió a pasar por ahí y vio el cuaderno cerrado sobre el bufete. Miró a los costados, e imaginándose solo se animó a entrar. Abrió el cuaderno, y en la primera hoja vio escrito lo siguiente:

catálogo de la colección augusto celman
serie antropológica – 1884

Para él, la escritura huinka era una suma de garabatos incomprensibles. Dio vuelta la hoja:

Inventario de cráneos:
1. Araucano (Chos Malal). Correspondiente a un indígena fusilado en 1879 por orden del Cnel. Napoleón Uriburu.
2. Indígena muerto por viruela en la prisión de Martín García (1879).
3. Cráneo desenterrado en el cementerio araucano de Chilhué por la 2.° División bajo las órdenes del Cnel. Nicolás Levalle (1879).
4. Indio ranquel, tomado prisionero y luego ejecutado en Villa Mercedes por orden del Cnel. Rudecindo Roca (1878).
5. Tehuelche septentrional, muerto en 1883 en el campo de prisioneros de Valcheta.

Las líneas seguían. Kalfunao corrió las hojas, y más adelante encontró dibujos de calaveras, vistas de frente o de costado, acompañadas de más garabatos huinkas.
Sintió un escalofrío. Primero por las calaveras, y enseguida por la certeza de que alguien lo observaba. Se volvió, y vio a Agusto Celman parado en la entrada, traspasándolo con la mirada.
Celman avanzó hacia él y lo apartó de un empujón; con manos temblorosas hojeó el cuaderno, revisando que ningún folio hubiera sido dañado por esas manos brutales. Miró al indio con odio, le gritó y lo insultó, le dijo que nada tenía que hacer en ese lugar, que si volvía a verlo allí lo mataría.


Como los rayos de Antu que atraviesan los nubarrones, la llegada de Ainelém trajo luz a la vida de Kalfunao. Él amó a la joven araucana desde el primer día en que ella entró al servicio de Celman. En el color de su piel y su mirada evocó la añorada Mapu, la tierra de su gente.
Durante las pocas veces que pudieron conversar —Celman no toleraba ver a la servidumbre hablando—, él se sentía de nuevo en su hogar. En mapudungun, la lengua de su pueblo, compartían nostalgias y anhelos. La voz de Ainelém era un bálsamo para su alma sangrante.
Un día le confesó que la amaba, y la besó con el mismo ardor con que Antu besa al lucero de la tarde. Ese mismo día le prometió que pronto se fugarían de aquella casa donde habitaba el huekúfu, para regresar a la añorada mapu y comenzar juntos una vida de amor en libertad.


Kalfunao se dio cuenta de que Celman miraba mucho a Ainelém. Con fijeza. Al principio sintió celos, temiendo que ese ser abominable le arrebatara a su pequeña flor de canelo. Después de un tiempo notó que era una mirada rara. Se le ocurrió compararla con la de una víbora.
En una de esas ocasiones, Celman sorprendió a Kalfunao observándolo y le dijo:
—¿Qué mirás vos? ¡Andá a trabajar!
Celman desvió la cara y se alejó tenso.


Al día siguiente, Ainelém secaba la vajilla mientras canturreaba:

Mari mari, mari mari,
Mari mari, ta wen wün
Mari Mari, mari mari
Pipiefi n kay nga
Waria nga cheyem
Waria nga che yem…

Una mano en el hombro la sobresaltó. Al volverse, se encontró frente a lo que parecía una máscara inexpresiva, sudorosa: el rostro de su amo. Celman la examinaba de cerca, como a un insecto. De pronto, la mano de él le aferró la cara y la obligó a girarla, para estudiarla de perfil. Ainelém gimió.
Al cabo de unos instantes, Celman gruñó satisfecho y la soltó. Ainelém salió corriendo, y él se restregó la mano en el pantalón, como limpiándosela.

***

Dos semanas después, Ainelém desapareció. Kalfunao la buscó por toda la residencia, preguntó por ella a los demás sirvientes. Nadie sabía nada. ¿Habría enfermado? Hasta el día anterior se veía tan sana… ¿O la habrían derivado al servicio de otra casa?
Esperó un día. Dos.
Un mal presentimiento le quitaba el sueño, lo poblaba de pesadillas.
Esperó otro día.
Kalfunao no soportó más. Se presentó ante Celman y, con el tono más sumiso, le preguntó por Ainelém.
—¡Y a vos qué te importa! Andá, ocupate de tu trabajo.
Kalfunao se retiró con la cabeza gacha.


Una tarde en que Kalfunao tuvo que limpiar el odioso salón de las calaveras, su mirada se encontró con un esqueleto humano exhibido en una nueva vitrina. Tratando de ignorar el horror que le producía, se acercó lentamente y lo observó.
No había duda: bajo la piel de su amo habitaba el terrible huekúfu.


esqueletos completos:
Araucano (femenino). Procedencia: Leuvucó. India rankel, muerta en Buenos Aires en 1884.

Celman terminó de escribir en su catálogo y levantó la vista, complacido.


Orgulloso de su creciente colección, Celman recibía la visita de científicos y curiosos con mayor frecuencia. En una ocasión, sin saber que era espiado por Kalfunao, presentaba su muestra a tres aficionados a la antropología. Cuando llegaron ante al esqueleto completo les dijo:
—Esta es mi más reciente adquisición.
—Se ve en perfectas condiciones —dijo uno.
—Es muy reciente —explicó Celman—. De hecho, perteneció a una india que ni llegó a ser sepultada. —Lo observaron intrigados, y con gesto displicente agregó—: Una muchacha que estaba a mi servicio. Anduvo un tiempo enferma, y cuando murió decidí aprovechar sus despojos en nombre de la ciencia.
—Muy bien —dijo otro—. Ahora brinda un servicio más noble que el de trapear pisos.
Rieron, y Celman dijo:
—Como sea, le di instrucciones para que a las five o'clock nos sirva el té.
Entre más risas abandonaron el salón.
Kalfunao se acercó a la vitrina y clavó su mirada en la calavera de Ainelém. Apoyó una mano contra el vidrio y lloró.


Kalfunao escapó de esa casa de pesadilla. Eludiendo las partidas policiales huyó al sur y se adentró en los llanos pampeanos, con la esperanza de encontrar algún vestigio de su tribu que no hubiera sido diezmado por el avance huinka.
La promesa que hiciera a Ainelém de llevarla consigo no quedó incumplida: en una talega cargaba con sus restos, que sepultaría de acuerdo a los ritos de su gente.
La nueva vitrina de su amo había quedado rota, pero no vacía. En ella, el cráneo de Augusto Celman formaba parte de la colección.