Día de primavera

 Bajo un sol diáfano, los chicos corrían sobre el pasto. Silvestre los seguía agitando su cola metálica y ladrando con un timbre que, prácticamente, no evidenciaba su naturaleza cibernética.
 Recostados en una lona de colores alegres, los padres los veían jugar. El hombre dijo:
 —¿No hubiera sido mejor comprarles una mascota genética?
 —No me parece —contestó su esposa—. Los productos de laboratorio no se diferencian en nada de los naturales. Silvestre es una mascota y juguete al mismo tiempo, y no hay peligro de que muerda a los chicos. Tampoco ensucia.
Cansada de correr, la nena se dejó caer boca arriba. Silvestre se abalanzó sobre ella y le lamió la mejilla con su lengua de silicona.
 —Como te decía —siguió la mujer—, estos modelos tienen conductas mucho más seguras que los ejemplares de carne y hueso.
 —No siempre. Hubo casos de ataques...
 —¿Hace cuánto? ¿Más de una, dos décadas?
 El marido se encogió de hombros. Deslizó una mirada ociosa por el inalcanzable paraíso de cerros, lagos y bosques que se extendía más allá del cerco, en el que figuraba la advertencia de PROHIBIDO PASAR – ÁREA PRIVADA.
 El chico se tiró al lado de su hermana. Señalando una nube, le preguntó:
 —¿Qué forma le ves?
 —De pato —contestó ella sin vacilar.
 —¿Y esa otra?
 —Hummm...
—Es fácil, nena.
—Hummm... ¿De caballo?
—No. De nube.
—Tonto —la chica se mordió el labio. De pronto frunció el ceño y dijo—: ¿Qué fue eso?
Él observó el cielo y preguntó:
—¿Qué fue qué?
—Eso... ¿no lo viste?
—No.
 —Como un... como unas... ¡Eso! ¿Lo ves?
 Su hermano también frunció el ceño.
 —¿Qué es? —insistió ella.
 —No sé, parece... ¡Mamá, papá!
 —Lo estamos viendo —contestó el padre—. Pareciera una aurora boreal. Ya sé que en estas latitudes...
 —Imposible —sentenció la madre, y con tono inseguro arriesgó—: ¿Refucilos?
 —Si ésos son relámpagos —dijo el padre, demasiado extrañado como para reírse—, yo sigo siendo un consumidor compulsivo de psicotrópicos, y hoy me los desayuné con el cereal.
 —No hables de éso delante de los chicos —advirtió la mujer en voz baja.
 Las gigantescas franjas luminosas, zarpas que desgarraban el horizonte, se multiplicaban a gran velocidad, y de pronto todo el paisaje —cielo y tierra— comenzó a sacudirse: el cimbreo de una imagen televisiva defectuosa. El hombre estuvo a punto de gritar “¡Terremoto!”. Pero se sintió ridículo de sólo pensarlo: el suelo no temblaba. En absoluto.
 —Papá, ¿qué está...?
Y el mundo desapareció.
Y ocupó su lugar otro mundo.
Un mundo muerto.
Y, donde brillaba el sol diáfano, se perfiló un disco, un pálido resplandor que apenas se filtraba a través de una capa brumosa y gris. El césped, y también el cerco con el cartel de prohibición, permanecían inalterables. Más allá de ese límite, los lagos se habían convertido en grandes charcos de color plomizo. Los cerros, en montañas de basura metálica. Y los bosques, simplemente, ya no se alzaban contra el cielo.
Gimiendo, los chicos corrieron hacia sus padres y buscaron protección entre sus brazos.


 Frente a una consola repleta de pantallas, un técnico informó:
—Aquí Centro de Control. Tenemos una avería en el cuadrante Sigma 4-9.
—¿Qué clase de avería? inquirió una voz en el intercomunicador.
Error hc 5274: desaparición de la macro imagen holográfica.
 —Ok, rastrearemos la falla.
 Ok el técnico cortó la transmisión, y le dijo al compañero de la consola vecina—: Otro día de primavera que se fue al carajo.